sábado, 31 de diciembre de 2011

11. Mi padre falleció en la casita del cerro

El domingo 27 de noviembre, mi hermano Philippe me anunció que mi padre acababa de fallecer. Al ver que me llamaba, ya sabía lo que me iba a decir. Pero no pude impedir que algunas lágrimas se deslizaran sobre mi mejilla. No era dolor, era alivio, era una emoción suave y estimulante: murió en su cama, en momentos en que estaba mejor, dichoso de recobrar algo de su autonomía, por tanto en momentos en que le animaba la vida; simplemente el corazón gastado dejó de latir. Había logrado librarse del hospital, de un final entre sufrimientos, decadencia y jodas de todo tipo y para todos. ¡Un sueño!

Pensaba en él mientras seguía mis tareas. De a pocos la ternura me iba llenando corazón y sentidos y me invadía la alegría: ¡qué suerte que nos haya brindado la música de un último recuerdo que apacigua, que despierta ecos de todo lo que fue bueno, lo que fue cálido, lo que fue sabroso!
Agosto 2004: al pie del haya enorme
Mi suerte personal me maravillaba. Hijo pródigo y gitano, hace más de cuarenta años que me había preparado a enfrentar algún día, de vuelta de alguna larga gira a terreno, la noticia de una partida ya cerrada, el remordimiento de la ausencia, la culpabilidad de haber fallado el encuentro final. He ahí que estuve presente; hasta pude, unos cinco días antes, compartir todavía con él un “hasta la próxima” y un beso filial.

Se dice que la muerte es tristeza, la de una época que se acaba, pero yo no lograba alcanzar semejante estado, estaba demasiado feliz por él, demasiado feliz de esta partida exitosa y a una edad muy avanzada que brinda así un tiempo nuevo y abierto a la remembranza, a las reconciliaciones, a un rebrote de la memoria.

Se dice que la muerte es tristeza, la de quienes se quedan; no podía: la noticia me llegaba en mi casita del cerro; opté por celebrar. Primero me fui hacia la gran haya que él tanto había admirado aquella única vez en que vino aquí. Luego recorrí la casa que es mía y la miré con sus ojos de entonces cuando (al día siguiente de la compra) no era más que ruina y desastre: debió pensar (una vez más) que me perseguían la locura y la maldición.

Pero, ¿en qué estado estaba, cuando la compró, aquella casona de la Champagne donde él acaba de morir? ¡Como para desesperar a los más optimistas! Pero había soñado con ella, cansado de la precariedad del campesino arrendatario, sin techo propio y con una prole abundante. Y desde ella pudo ganarse un final bello, en paz, en su casa.

Me quedó la convicción que es aquí, en lo mío, en “jas”, o “buron”, o Zutterie, donde me gustaría que se detenga mi recorrido y que mis cenizas vayan a abonar mi pradera, al menos las patacas que algún día voy a plantar, tal como se lo había prometido a mi padre.

El arte mayor consiste en quedarse sólo con los recuerdos lindos. Para eso, una buena muerte ayuda mucho. Por tanto vale celebrarlo. En esa tarde de domingo, Jean-Claude el salvador (salvó mi casa al ponerle techo) pasaba por aquí. Le pedí que me acompañara a beber champán para brindar por la noticia alentadora y por los años que se vienen.

Original en francés del jueves 15 de diciembre del 2011 en La Zutterie

jueves, 22 de diciembre de 2011

10. Desafíos de un otoño tardío

Por lo común necesito tiempo para restablecer la armonía entre la casita del cerro y yo, luego de una ausencia. A veces se requieren varios días, como en octubre. De ahí mi sorpresa de este martes al retornar de Armenia. El encanto se dio sin demora. La colaboración fue inmediata.

Debo decir que había logrado hacer el trayecto desde la Champagne de mis años mozos (hacia donde me había desviado al llegar del Cáucaso) antes de que la noche caiga del todo. A las seis de la tarde ya había descargado todo, había prendido el Thierry y me instalaba en terraza de sur-oeste para disfrutar los últimos rezagos del sol y las primeras luces de un aperitivo de ron añejo.

Debo decir que ya no llegaba de paso no más como la vez anterior; no se trataba de una mera pausa; ¡venía para posarme! Sin apuros. Bueno sí, al menos uno, un texto para Armenia: ¡antes de que allí sean las doce! Por lo tanto las nueve de aquí. Excelente pretexto para adquirir de una vez un ritmo tempranero. Excelente pretexto para subir de una vez hacia mi cabina internet…

Debo decir también que, al subir por segunda vez, al mediodía, para correcciones, lo hice a pie y así pude encontrarme con… los desafíos del otoño. El último día antes de partir lo había dedicado a los caminos del agua ya que un día de lluvia fuerte daba que pensar que se venían las cataratas tan esperadas. Entre otros, había destapado el canal que atiende las Chaumettes de abajo. He ahí que, esta vez, aquel chorreaba más arriba y cada vez más fuerte en la vía empedrada que llaman Vía Romana. Tapado otra vez. Es así cómo mi miércoles fue plenamente activo, de la noche al poniente. Fue radiante también ya que aquí triunfaba el sol mientras los valles se nublaban.

Sí, eran desafíos de otoño ya que en invierno el suelo helado no se puede trabajar. Había que aprovechar ¿Había que aprovechar? Olvidados mis proyectos de mercado del jueves en Ambert. Me ganó otro dren, aquel que hice para enlazar los dos reservorios de mi prado.

Primero hay que limpiar para ver mejor. Pero la podadora tiene lógica propia y esta vez su voluntad fue más firme que la mía: poco a poco me venció el ensueño. Del dren me pasé a la parte otrora pantanosa y que mis obras van secando. Metido ahí, no pude resistir las ganas de arreglar los bordes del reservorio alto que sueño con arreglar algún día: tantos proyectos voy postergando porque hay otras urgencias. El otoño tardío me brindaba una oportunidad de… alguito.

Es así cómo me dediqué más bien a la parte alta del prado, alternando podadora y laya. ¿La laya? Es que no aguanté: los pies en el agua fría del reservorio y el corazón al calor del sol, volví a cavar un canalito para la circulación en medio de más de medio metro de depósito turboso.

¿Turba? ¿No será buena para un eventual huerto? Otra vez me lancé a delirar, imaginando terrazas en la pendiente, haciendo memoria de las técnicas incaicas para tener un fondo bien drenado y un suelo fértil, con una buena exposición al sol.
¡Qué cosa informe! Más es informe, más se puede soñar con hacerlo cantar. Ya verán, algún día... ¿Algún día? ¡Algún día!

¿Se imaginan en qué pensaba durante el aperitivo del poniente, en la terraza encima del reservorio? En los campesinos de Armenia, en sus lotecitos de la pendiente debajo de la casa. Mucho hemos hablado de ellos en estas semanas y forjamos nuestro cronograma de trabajo pensando en esos lotecitos. He ahí que, de repente, en mi casa, descubro que el calendario agrícola comienza… en otoño, cuando se puede preparar el suelo.

Original en francés el viernes 25 de noviembre del 2011 en Las Fayas

domingo, 13 de noviembre de 2011

9. Colores y víveres son gracias del otoño

Amigos y vecinos me habían avisado: desde fines de octubre, en cualquier momento puede nevar en forma tal que ya no habrá acceso vehicular en todo el invierno. La urgencia de subir las reservas vitales para el invierno sirvió de pretexto para la otra urgencia: mis ganas de saborear algo de los colores del otoño en mi refugio. Estar ahí en los últimos días de octubre fue una de mis pocas exigencias a la hora de concertar mi viaje al Cáucaso.
Recién retorné el miércoles 19 de octubre y me quedé un tanto defraudado: los fuegos del otoño pintaban muy poco aún las hojas de árboles; nada del incendio esperado. Recién me enteré que, a esta altura, el tránsito de pigmentos es muy rápido; luego, el año muy seco no ayudó al canto de las hojas; además… Pero el hielo que acompañó mi llegada prometía una evolución acelerada.

Me dediqué pues a comprar y subir lo más indispensable: víveres para la panza; combustible para las estufas del cuerpo; vino para el alma. Toma su tiempo, no vayan a creer: ¿Quién sabe qué es más importante? ¿Y cuánto?

Además surgen oportunidades: con mi vecino compramos más leña para garantizarnos una temporada llevadera. Entonces las tareas se multiplican: subir todo con el remolque; cortarlo al tamaño de la estufa; guardarlo en zona seca, por tanto dentro de la casa. En sí no fueron tantas horas pero… hubo que comprar un caballete para acelerar el trozado; por tanto pasar un buen rato estudiando las instrucciones para montar el aparato (¡sólo me equivoqué una vez!); hacer el aprendizaje de su uso.
Además que el bicho éste me permitía comenzar a partir tantas ramas pequeñas que no son ni buenas ni prácticas para la estufa pero que, luego de tantos años de ver gente llorar en los Andes por un poco de leña, no logro dejar que se desaprovechen…

Ni hablar de las horas en adecuar y proteger el fruto de mis obras anteriores. Acomodar, transportar o recomponer las diversas pilas provisionales del verano me llevó mucha imaginación y tiempo. ¡Con qué orgullo saqué finalmente la foto de la pila principal, de pura haya de este año, colocada en el terraplén que acabo de excavar, bien cubierta por una lona!

¿Finalmente? Para noviembre, el otoño se decidió a brindarnos algo de rigores, como tormenta y viento esta vez. Lindos vientos. Tan lindos que se llevaron mi lona, mi pila se desnudó y me avergonzó…

Los árboles también se desnudaron. Pero, hasta ahí, ¡sí tuve el gozo de unos pocos días bajo el ardor de sus fuegos!
 



Así que logré mis propósitos: el otoño, las reservas. La leña está nuevamente cubierta. Mis depósitos están llenos. Revisé todo antes de partir para el Cáucaso. Ahí comprobé que no sólo estaban los víveres y el vino sino también los aperitivos y los digestivos. ¿Qué horror? No pues. Para mis jornadas en el cerro había adoptado de a poquitos el lema: Mañanas líricas; Tardes físicas. Luego, un poco a manera de broma, otro poco a manera de sinceridad, había agregado: Noches Alcohólicas. Bueno… ¡tengo que cumplir!

Original en español en Yerevan (Armenia), el domingo 13 de noviembre del 2011

sábado, 12 de noviembre de 2011

8. La casita del cerro, vista desde el Cáucaso

¡Algo malo ha de tener la casita del cerro! Por ejemplo para preparar un viaje… Pienso y vuelvo a pensar en eso en esta última semana en Georgia. Sí pues, entre mis pocas ganas de alejarme de La Zutterie (para que lo haga se requiere la urgencia de algunas compras o sobre todo la perspectiva de reencuentros lydílicos) y mi difícil y siempre breve acceso a internet, no verifiqué ni negocié ni preparé lo suficiente esta primera gira de reconocimiento en el Cáucaso.

Así es cómo ayer por la mañana me hallaba ante un futuro negro: quedar encerrado tres días (viernes, sábado y domingo) solito en mi hotel de Tbilisi antes de agarrar mi avión de retorno en la noche del domingo al lunes. Bueno, el viernes había resultado feriado pero tenía previsto al menos una reunión en la tarde y una cena en balcón sobre paisaje urbano en la noche; en cuanto a mi japonés (disculpen, no es broma fácil pero se llama Jaap y es la única forma que encontré para grabar al toque su nombre en mi memoria; en realidad es holandés, habla un  excelente francés y es la única persona con quien pude interlocutar y compartir momentos simpáticos durante estas semanas), en cuanto a mi japonés, pues, sólo iba a desaparecer en el transcurso de la mañana del sábado. Pero, ¡qué duro motivarme a levantarme al despertar del viernes!

Por suerte, un rayo de lucidez me alcanzó… ¿Tengo el hábito de andar por el planeta sin moverme de mi casa, circulando libre, de recuerdos en amigos? ¡Puedo proceder a la inversa! Bien puedo trasladarme a La Zutterie sin dejar el rincón del universo en que me encuentro casualmente. Es lo que hice.
Me conecté con Google Earth y estuve paseando varias horas. Primero busqué Valcivières y lo hallé… al toque. Luego ubiqué la casita del cerro y la contemplé tal como estaba, con su techo de paja, a inicios del 2004, meses antes de que la vaya a comprar. Entonces emprendí mis andanzas por los alrededores, el mini-altiplano de Los Iguales, el cerro de Monthallier, el techo ahora quebrado del “buron” que desde mi casa suelo observar allí arriba.

Me sorprendí en caminatas con mi andarina por las sendas que ya hemos compartido, por otras que ella descubre sin mí y luego me cuenta para empujarme a salir de mi monte cercano, por aquellas que soñamos con recorrer algún día.

Cansado por tantos pasos virtuales, regresé a casa, a mis visitantes. Para ellos dibujé los caminos que, desde el asfalto, llevan a La Zutterie, precisé la ubicación de mi cibercabina y museo que, testigo indispensable, les ayuda a entender la vida de antes en estos parajes. Me emocioné ante el aura de la enorme haya cercana que gusto de enseñarles cuando la vía está despejada.


¡Qué raro! Una mañana en hotel de Georgia me brindó la oportunidad de conocer mejor los paisajes que me rodean en Auvergne. Será cierto entonces: ¡algo bueno tiene internet! Pero no abusemos. Así que caminando me lancé en la tarde del sábado a recorrer la ciudad de Tbilisi. Por cierto, retorné con los pies ampollados, lo que no hubiese sucedido con Google Earth… Pero el disfrute tampoco hubiese sido el mismo.


¡Ah, algo bueno ha de tener la casita del cerro! Doy por prueba que, apenas llegado ayer, sus energías ya me llenaron y acabo de lograr terminar esta notita comenzada en Tbilisi.

Versión francesa en Tbilisi, el sábado 15 de octubre, y en La Zutterie, el viernes 21 de octubre 2011

7. De Las Fayas al Cáucaso

Van ocho días que están cerradas las puertas de la casita del cerro. Con el dolor de mi alma tuve que encargarme de todas las medidas  requeridas para evitar tropiezos de agua, hielo, fuego u otro durante la ausencia. Pero lo hice también con el corazón alegre por la perspectiva de ir a descubrir un nuevo rincón del planeta: el Cáucaso.

Primera vez en un año que salgo de Francia. Un año sabático, pues. Con mi residencia estable recién puesta en Las Fayas (así se llama el lugar en dialecto, así lo registra el sistema de impuestos, me conviene aquí) desde el solsticio de invierno, soñaba con vivir un ciclo completo de las cuatro estaciones. Se me escapó el otoño. Apenas puedo seguir el día a día del clima con internet y fluye la añoranza cuando compruebo que se acumulan las jornadas soleadas.

¡Vuelta a la sifilización, como decían amigos peruanos! Los dos primeros días, en Armenia, fueron un contraste chocante: no salí de la capital y estuve alojado en el… Marriott por gracia de los veinte años de la nueva república cuyos festejos colmaban los hoteles; tal diferencia de estilos y de ritmos fue dura de sobrellevar; pero al final sobreviví ya que, en cuanto a ritmos, nada que ver con la agitación de la Europa occidental!

Pero qué raro me sentía tratando de tener horarios, un programa diario; impedido de tomar el primer café de la mañana en plena naturaleza; empujado a la disciplina de lavarme a diario, de (dar la impresión de) preocuparme por mi vestimenta; de hablar en vez de escuchar pájaros; de tener que jugar al experto luego de meses en los que apenas fui aprendiz…

El jueves estuve de viaje terrestre entre Yerevan y Tbilisi en Georgia. El paisaje bastante árido del otoño me contaba los Andes secos y no me sentía tan desubicado. Viernes y sábado, estuvimos de terreno, hacia Kazbeghi, por tanto a pocos kilómetros de la frontera con la Federación Rusa. Estábamos a 1700 metros de altura y el relieve cordillerano era el de los Andes, la vegetación y sus árboles me recordaban el terreno encima de mi casita del cerro; tampoco me sentí desubicado.
Los Andes, la casita del cerro… espero que el Cáucaso vaya incorporándose paulatinamente en mi universo serrano. Pero eso de los idiomas no ayuda. Me siento autista ya que ninguno de los míos me sirve aquí: más o menos como me había sucedido en el Caribe inglés hace cuatro años. Pero con una gran diferencia: fuera del habla, aquí todo me… habla; los paisajes, la gente, el tipo de desafíos que me trae por estos lares; esto me brinda mucho para intentar compartir.

Además, ya que me he de dedicar a zonas naturales protegidas, me siento mejor preparado que antes: yo mismo vivo en una zona protegida, el Parque Natural Regional de Livradois-Forez…

Sí pues, les voy a confesar (mucho confieso desde que estoy con amores policíacos), en este domingo de descanso hallé otro pretexto para acercarme a los locales: me compré vinos georgianos y en este momento estoy probando el blanco, ¡el tinto será para esta noche! Es parte de la metodología: me explicaron que la producción de vino comenzó en esta parte del planeta; es mi deber comprobar estos antecedentes de aquello que alegra mi vivir en la casita del cerro, estudiar estos saberes antiguos que son el sabor de hoy, captar las relaciones entre épocas y áreas geográficas. ¡Estoy chambeando!

Pero sigue el dilema: ¿son compatibles el vehículo doble tracción para el terreno y la corbata del mundo oficial? Lo visto este viernes de madrugada delante del hotel Radisson de Tbilisi deja suponer que no: si no se escoge entre uno y otro, la cosa termina mal…
Versión francesa a Tbilissi, el domingo 2 de octubre del 2011

miércoles, 14 de septiembre de 2011

6. Del árbol al cielo

No basta con una buena estufa, capaz de aprovechar al máximo las calorías de la leña. Sin leña, ¡no sirve de nada!

El invierno será duro: hombre blanco prepara leña.” Acabo de descubrir el invierno pasado el porqué de esta obsesión que motiva tantos chistes y que se vuelve un componente esencial de la vida y del paisaje en zonas rurales de Europa. La gestión de los árboles para leña ha sido históricamente uno de los motivos principales de la organización comunitaria. Grandes reservas de leña, bajo galpones o en pilas ordenadas afuera, rodean aún las casas de áreas tradicionales.

Acabo de descubrir este verano cuánto tiempo se puede dedicar a preparar las reservas para el invierno: ha sido mi ocupación principal desde el final de la primavera. En junio logré comprar unos primeros pocos troncos de haya, el mejor árbol local: hubo que tronzar, partir, preparar un sitio para depositarlo afuera a fin de que seque en el verano; hubo que rehacer la pila mal diseñada que el primer viento fuerte había tumbado. Aprendizajes, aprendizajes…

De ahí que el verano se centró en acondicionar una mejor explanada donde colocar reservas para los inviernos siguientes: se necesita mínimo para dos años… Como no tengo superficies planas y que aprendí la diferencia entre cargar carrerillas de leña en subida o en bajada, me dediqué a excavar en la pendiente superior una terraza suficientemente grande. Pico, pala y carretilla fueron los principales compañeros de mi julio y agosto.

Quedaba otro desafío: suprimir el grueso arce y el enorme abeto que sombreaban dicha terraza, además de ser una amenaza para mi techo y de quitarme hasta más de la tercera parte del sol invernal sobre mis paneles solares. Sólo no podía. Muy peligroso. Para mí y para el techo.

Agosto: surgió un desconocido, hijo de un campesino del lugar. Venía a entregar rollos de haya a un vecino. Aceptó venderme algunos. Hablé de mis dos pesadillas: al día siguiente aparecía con su tractor para asegurar y jalar y con su motosierra. ¡En veinte minutos había tumbado a ambos!
 
 

Se llama Gilles. Lo nombro porque inesperadamente se convirtió en uno de mis “hacedores” de la casita del cerro. ¿Por haber cortado dos palos? No. ¡Por haberme regalado el cielo!

¿Mi techo? ¿Mis paneles solares? ¿Mi leña para secar? Sí, evidentemente, son importantes. Pero, aunque sospechaba el cambio, me quedé pasmado ante la transformación de mis horizontes y de mi vida cotidiana…

El espacio delante de la fachada al sur era sombrío y encajonado: entre los árboles y la pendiente, apenas si tenía ahí una suerte de corredor estrecho, que iba ensanchando (¡pico, pala y carretilla) cada vez que podía. Ahora tengo ahí un nuevo espacio para vivir. Desde la ventana de la sala de chimenea, la luz se multiplicó. Desde la puerta la vista puede correr hacia el cielo… sin torticolis. Desde el terreno comunal de los arándanos, al este y encima de la vieja vía empedrada que rodea mi terreno, puedo ver a la vez toda la casita, los cerros lejanos, el cielo.

Así es como, desde hace algunos días, lo que antes era nada más un rinconcito del prado comunal usado para aparcar vehículos y depositar troncos se volvió una de mis guaridas favoritas: ahí me siento para la pausa café-tabaco y me re-creo con los nuevos horizontes abiertos.

Les Fayes, miércoles 14 de setiembre del 2011

lunes, 12 de septiembre de 2011

5. Al calor de la leña y de los sentimientos

Mi primer invierno en la casita del cerro estuvo marcado por innumerables alegrías pero también por una angustia inevitable: el frío. No estaba para nada preparado. Bueno sí, en lo personal contaba con mi entrenamiento, sabía de mi capacidad a convivir con temperaturas muy bajas, aunque no tenía casi experiencia de la nieve. Pero no tenía leña, ni en cantidad ni en calidad, como para aguantar bien durante varios meses; la vivienda había sido salvada de la ruina y diversas obras la protegían mejor de la anterior humedad, pero tanto las viejas paredes de piedra y lo que quedaba de las antiguas puertas y ventanas como las nuevas superficies de techos y pisos carecían de acabados suficientes y dejaban penetrar por doquier el viento helado.

Por eso había titulado el diario de mis primeras aventuras como “aprendizaje de la supervivencia”. Por suerte era fácil tapar los huecos de la pieza principal donde me concentré alrededor de la chimenea y que se volvió cocina, comedor, salón, oficina y dormitorio. Además el clima me apoyó. No sufrí verdaderamente del frío y más bien la gocé.

El futuro invierno, mi segundo, ya no será de supervivencia y no será “por suerte”. Entre otras cosas porque el Thierry está funcionando… desde ayer. En la foto pueden ver el brillo del primer fuego. Por si acaso, “el Thierry” es el de la izquierda. El de la derecha es “Thierry” a secas. Bailando entre mis dos idiomas, perdido dentro de términos técnicos que mi memoria agonizante se niega a conservar, tomé la costumbre de dar nombre propio a diversos objetos nuevos para mí y que se incorporan a mi vida actual. A menudo es el nombre de la marca o del modelo. En este caso, como adopté la estufa de chimenea que Thierry iba a botar, la bauticé como su padrino e instalador.

De esta manera Thierry, vecino de mi hada Lydie, se incorpora a la cofradía de mis “hacedores”, los hacedores de la casita del cerro, aquellas personas que me brindaron sus artes para que la vida aquí sea cada vez más cómoda, cada vez más alegre, cada vez más armoniosa. Son unos cuantos y otra vez les hablaré de ellos.

¿Con sus artes? Sí, pero no sólo eso. Con sus sentimientos también. En la base siempre ha estado un cariño especial, cariño hacia esos cerros, sus ambientes, sus paisajes, o bien cariños hacia mi persona, o cariño hacia ambos en varios casos.

Es algo que me regocija permanentemente: nada aquí es impersonal, nada se limita a ser “objeto”, a responder mecánicamente a una necesidad material u otra; todo tiene una historia, todo tiene su vida, todo me relaciona con presencias y gentes de antes, de ahora, de mañana. Es una de las razones por las que nunca estoy solo: comparto cotidianamente con mis “hacedores”.

Quizás eso sea posible porque no tengo planes, no tengo modelo de cómo acondicionar esta vivienda. Dejo que nazcan ganas, ideas o sueños; me preocupo de tener las posibilidades materiales o financieras; y luego me limito a criar oportunidades, a concertar las ganas, ideas y sueños de quienes tienen el cariño y saben hacer; les dejo hacer a su manera. Como en mis libros de tiempos recientes: soy el hilo conductor de muchos autores que acojo y estimulo en vez de encasillarlos.


¿Para qué? Para impregnarme de momentos como los de esta foto. Lydie me brindó el sueño del Thierry, lo hizo posible, lo acompañó. ¡Qué placer estar juntos delante de las primeras llamas! Por si acaso, Lydie es la de la izquierda, el Thierry está al centro…

Les Fayes, lunes 12 de setiembre del 2011

viernes, 29 de julio de 2011

4. La armonía que me trajo de vuelta a Francia

Lluvia, neblina, el ambiente de este otoño de julio me trae la pregunta: ¿por qué estoy aquí? Las emociones de vidas múltiples, los gozos de un devenir diario simple e imprevisible, físico y lírico, la alternancia de soledad y encuentros, todo esto podría sin duda hallarlo también en muchas otras partes del planeta, ¿no? Empezando por Francia cuyo esplendor descubro en cada gira a la que me arrastra mi guía.

Esta foto, tomada hace menos de quince días por mi hija Yara, resume el aparente dilema: este éxtasis de una sesión internet en plena naturaleza, lo podría tener en muchas partes…
¿En muchas partes? ¡No, carajo! No basta con la belleza, se requiere por igual la armonía. Y aquí está este “buron” que me escogió y con el que aprendemos a compartir. Patrice, el anterior propietario, bien hubiese podido vender más caro, a uno mejor forrado; prefirió cederlo a uno que supiese cultivarle el alma. Así que brindé mi paciencia, mis esfuerzos, algunos recursos y mi corazón para que la vida juntos sea dulce y sabrosa, armoniosa.

Cuántas veces en mis andanzas habré encontrado lugares que me hacían soñar con instalarme ahí, lugares pletóricos de energías, de vidas, de historia, de promesas, donde hubiese querido posarme por fin, al menos ofrecerme una pausa larga… Sobre todo en esa América Latina que mis actividades en periodismo, en turismo, en desarrollo rural, me llevaron a recorrer intensamente durante cuarenta años, al punto que soy probablemente una de las pocas personas que haya llegado a tantos rincones perdidos de tantos países del continente. En casi cada viaje he sentido la chispa de las ganas, las ganas de quedarme, de no volver a irme. ¿Por qué no haberlo hecho en América Latina, allí donde aprendí lo que es armonía?

¿Por qué? Por esta cabezota, por ejemplo ésa que el nieto Yvyrahí acaba de querer registrar con su risa de tarta de arándanos. Esa cara de viejo gringo loco…
No, no es cuestión de apariencias físicas sino de realidades sociales, y de símbolos. En casi todos los sitios que me atraía quedarme, sólo hubiese conseguido mi parcelita despojando a campesinos (ya que, aunque hayan podido estar contentos de vender bien, yo sabía que les iba quitando la esencia misma de la vida) y sin reales posibilidades de llegar algún día a formar armoniosamente parte del paisaje.

Además progresivamente las leyes se endurecen y me es cada vez más difícil tener residencia en un país del que salgo tan a menudo y ante el cual no puedo demostrar ingresos fijos ya que soy un mero jornalero.

Así es cómo, ya que el buron me había acogido y me sugería vivir “mi” vida, escogí Francia. O más bien: el buron me escogió, entonces escogí el buron, escogí Les Fayes, y Francia vino de yapa… Una yapa que aprecio, por cierto.

¿No soy gringo loco, aquí? Oh, algo parecido. Aquí en Valcivières, donde la mayoría de campesinos ya se fueron hace tiempo, me pueden decir jipi, chiflado del cerro, serrano, campeche, orate o lo que sea… Poco importa si como tal entro en armonía con el paisaje…

Les Fayes, 28 de julio del 2011

viernes, 22 de julio de 2011

3. Les Fayes: ¡pura emoción!

Soy incapaz de describir Les Fayes, ese rincón de Francia que me acoge ahora. Estoy tan lleno de aquellas emociones que aquí me nutren que no puedo tomar distancia, observar, analizar, explicar. Tampoco tengo ganas de hacerlo. Hasta compruebo que ninguna de mis fotos puede expresar lo que siento aquí.

Porque no se trata de una emoción cualquiera sino simplemente aquella tan total que se llama la vida. Las vidas que encuentro: una naturaleza en pleno proceso de recomponerse, una sociedad rural también en pleno proceso de recomponerse. Y la mía propia.

La naturaleza es madre de mis mejores momentos, de los más privilegiados, esos en que hago la pausa (cualquier pretexto es bueno, cualquier hora es buena, cualquier clima es bueno) y accedo a poder recibir. Entonces acojo las imágenes de paisajes de serranías, tal como los Andes me enseñaron a verlos, que se extienden a lo lejos con sus relieves y sus caseríos; los jugueteos tiernos o violentos del aire y del cielo; las caricias de una vegetación pletórica de hierbas, arbustos y árboles que se hace diversidad para embobarme mejor; los colores, cantos y piruetas de toda clase de aves. Hasta estoy iniciándome al teatro de los insectos, sus formas y luces tan extraordinarias, su música, su agitación.

La fuertísima reducción de población humana y de pastoreo trastocó este ambiente y vida de naturaleza. Por sustitución ya que hace más de medio siglo muchos prados comenzaron a plantarse con pinos. Por abandono ya que las praderas sin pastar se hicieron matorrales de arándanos y retamas bajas, o bien se arborizaron con especies otrora escasas como abedules, arces, alisos. Una dinámica que sigue su curso y cuyas variadas fases puedo mirar en mi entorno.

Las vidas humanas que más me acompañan a diario son las tradicionales. Están en los muros que me albergan y en sus múltiples obras, especialmente las que traían o drenaban el agua y las que empedraban caminos para el paso de carretas y animales. También las escucho todavía en las labores de dotarse de la leña con que se calientan las casas; pronto me uniré a ellos para eso.

Esas vidas tradicionales son sobre todo las de gente desaparecida o jubilada. Están además las de habitantes menos antiguos quienes, en oleadas sucesivas de los últimos cuarenta años, se instalaron en esta zona que se despoblaba para vivir ahí, desempeñar oficios y saborear emociones comparables a las mías. Muchos están, ellos también, presentes dentro de mis paredes que visitan y que alegran con sus saberes y realizaciones.

Vacaciones y feriados largos atraen otras vidas: las de mis vecinos de Les Fayes y de Les  Chaumettes, todos adictos a sus “burons” y a esos parajes y a la vez tan diferentes entre sí; las de los caminantes que sólo están de paso pero que me encanta saludar cuando puedo y en quienes pienso cuando limpio y adorno el paisaje para que sus gozos alegren a la naturaleza.

Está finalmente la emoción intensa de mi propia vida que por primera vez en mucho tiempo estoy reuniendo aquí, conjugando Francia y Andes, alternando entre la carretilla y el teclado de la compu, intentando los aprendizajes de supervivencia que habrían de adquirirse de niño y el desprenderse que habría de llegar con la edad, saboreando la soledad, las visitas y los encuentros.

Emoción intensa, sí, aquella de sentir que me hago más completo, casi un hombre.

Les Fayes, 2 de julio del 2011

martes, 21 de junio de 2011

2. Bienvenidos a La Zutterie

¡No hay más remedio! Desde que la compré en el 2004, estaba buscándole un nombre a esta casita que me acoge ahora. Además del afán de escapar a las confusiones de los vocablos franceses y regionales (buron, jas, jasserie, etc.), así como a las fórmulas complicadas para ubicar en el espacio, de la infancia me quedó el regocijo de las expresiones con que se conocían las fincas apartadas. Mi chacra natal, sin vecinos en casi cinco kilómetros, se llamaba “La Belle Idée” (La bella Idea). Otra “La Esperanza”. Otra “La Folie Godot” (La Locura Godot). Así que me acabo de decidir.

¿El catastro registra mi terreno, junto con el vecino, como “Chez Rousset”, del apellido de un antiguo propietario del que ya nadie me sabe dar cuentas? En adelante será “La Zutterie”, aprovechando lo exótico y risueño de mi propio apellido. Exótico porque es originario de las Flandes belgas y si tiene algún significado es en idioma neerlandés. Risueño porque en francés “zut” es una forma de renegar, una suerte de “¡m…!” pero repetida tres veces, como en música: ¡Zut! (ter). Soy un tri-m…

Así que bienvenidos a La Zuttería. Les voy a presentar.

Tiene sus años pero no sé cuántos; aún no encontré huellas. Tradicional casa campesina de zonas de pastoreo en alturas (buron), con la planta baja ocupada por un establo y un cuarto de vivir alrededor de la chimenea, y la planta baja por un granero (depósito de heno y de herramientas) y un dormitorio, fue comprada en 1971 por un joven parisino que hace poco me la vendió porque se estaba deteriorando (¡miren en la foto de la izquierda, el día de la compra!) y él ya no estaba en condiciones de arreglarla.
La foto de la derecha, tomada esta semana, ofrece el contraste del techo. La paja fue reemplazada por largas tablas de acero. ¿Herejía? Hace pocos años ésa hubiese sido la reacción normal del vecindario y de los conservacionistas del Parque Natural. Pero ya no se consigue la paja de calidad y su costo de mantenimiento es muy alto. Hoy existen aquí varios techos de este tipo.

Pero, sobre todo, mi casa tiene características excepcionales, adentro tengo dos viviendas en una: la planta baja es al estilo de un departamento o casita urbana moderna; la planta alta es un “buron”. Esta evolución comenzó con el anterior propietario quien había transformado el establo en dormitorios, baño y retrete, con paredes de bloques de cemento, piso de baldosas…

¿El cuarto de vivir seguía a la antigua? Progresivamente opté por adecuarlo a mis propias necesidades de luz y de uso. Así que ahora la planta baja ya no se parece para nada a lo tradicional, salvo con su gran chimenea y las vigas y tablas de su techo, y tiene comodidades de hoy: luz solar, caño de agua y equipamiento, estufa de leña, cocina de gas... Pero la planta alta, remozada en su armazón, en su piso y en sus tabiques, todo de madera y casi totalmente abierta, revive ambientes de antaño. Aún no logro saber bien cómo la voy a vestir de sabores y de actividades.
Bueno, una casa pues. Confieso que nunca me había interesado mucho su arreglo y estilo. Porque no me enamoré de una construcción sino de un paraje de naturaleza y de las emociones de una vida campesina de largo arraigo y mucho ingenio, en medio de los cuales gozar los pocos momentos que me eran posibles. Ahora que se volvió mi residencia permanente el gusto es otro: ya no se trata solamente de cómo vivir en esta casa sino de cómo vivir esta casa.

Les Fayes, 21 de junio del 2011

jueves, 16 de junio de 2011

1. Bienvenidos a mi cabina internet del cerro

Les Fayes, lunes 6 de junio del 2011

Esta es una tradicional casa campesina de altura en el rincón donde vivo. Está a doscientos metros de la mía, subiendo, en el caserío vecino llamado Les Chaumettes ubicado en un rellano. A mediados de los años 50, fue la primera en ser vendida por una familia campesina a un “extraño”, un notario de una ciudad cercana. A la muerte de éste, pasó a una entidad que se ocupa de la preservación del patrimonio dentro del Parque Natural Regional al que pertenezco, el Livradois-Forez. Por eso ha sido conservada en su estado original. Es una suerte de casa-museo… que casi nadie visita, que está abierta al que quiera entrar.

Esa ha sido mi suerte. Desde mi propio caserío Les Fayes, metido en la pendiente, no se puede captar internet; en Les Chaumettes sí, con una llave o tarjeta 3G. Mi primer intento de conexión fue en enero, en pleno invierno, con nieve y frío. Mis dedos se congelaban y no lograba teclear. Me fui a la casa-museo y adentro pude quitarme los guantes más gruesos y comunicarme, aunque muy mal.

Para mi segundo intento me preparé mejor; traje una extensión para colgar mi llave en las vigas del techo y poder consultar en la pieza de vida de abajo donde no corre tanto aire. Funcionó. Rústico y difícil pero mejor que nada. Me entraron ganas de crear algunas condiciones más favorables.

La tercera vez llegué con material de limpieza y, además del suelo, me dediqué a limpiar la ventana y su tablero: mi aspiración era trabajar adentro pero con la vista hacia el hermoso entorno natural que telarañas y suciedad no dejaban ver. Todo cambió, me regocijé. Adopté el lugar y lo bauticé: el “cyberburon”, es decir la cabina internet; en francés se habla de cibercafé para las cabinas internet; “buron” es un nombre regional para las casas campesinas de altura en piedra.

No pasaron quince días para que tuviese mi gran recompensa. Teníamos un veranillo, la nieve se había derretido, el pasto era nuevamente accesible. Estaba consultando mi correo cuando percibí un movimiento cercano: eran dos venados comiendo en el prado delante de mí, a unos pocos metros. Me quedé contemplándolos emocionado mientras se iban desplazando poco a poco, hasta que dejé de verlos.

Pocos minutos después me sorprendió otro movimiento. Esta vez uno de los venados había salido del prado y estaba… delante de mi ventana, a unos dos metros máximo. Nunca se acercan a las casas habitadas pero allí no había ni luz, ni humo, ni señal alguna de mi presencia. No me aguanté; de mi chaleco-maravilla con sus trece bolsillos saqué la cámara fotográfica; ni sé cómo poner o quitar el flash, estaba con flash, el animal lo percibió pero no se asustó; más bien se dio vuelta para mirar. Saqué otras dos fotos sin espantarlo y me quedé compartiendo con él; él se gozaba con el pasto verde; yo me gozaba con ese instante privilegiado.

 
Es así como tengo una cabina internet excepcional. Como decía no es muy eficiente para comunicar pero está acorde con el entorno. Ir allí es un paseo casi siempre agradable; rara vez me limito a un simple ir y venir; me detengo en el camino para escuchar lo que me dice esta vegetación que conozco mal, para sentir o ver tantas vidas de la fauna, para llenarme del paisaje que, allí arriba, se amplía a lo lejos, hacia las serranías del otro lado del valle, hacia los viejos volcanes de la Auvergne.

Aún me falta mucho pero me encanta la idea de armonizar aquí naturaleza y tecnología para saborear el vivir bien.