domingo, 18 de octubre de 2015

Los colores de la energía vital

Suelo rebatir a quienes me hablan de mi vida ermitaña. Rara vez estoy más de diez días sin ver a nadie, y eso principalmente en lo más fuerte del invierno. Vecinos, amigos, familia, visitantes, caminantes, los encuentros en La Zutterie son múltiples y en algunos casos se visten progresivamente de ritualidad. Café cotidiano a las diez con Jean-Baptiste, el más cercano, cuando está aquí. Café o achicoria con Yank o Jean-Claude, cuando suben desde Le Perrier a recorrer el cerro. Aperitivo del atardecer con los vecinos de otras casitas del monte cuando llegan de sus lejanías urbanas a pasar temporadas rurales… ¡Qué festividad cuando varios coinciden casualmente y alegran mis mesas en terrazas exteriores!
El reciente verano fue especialmente intenso. En parte por la edad que avanza en mi derredor y, jubilación mediante, alarga permanencias en la zona. En parte por mi pie enyesado que redujo actividades, exaltó solidaridades y cultivó las amistades. En parte por el clima seco y soleado que animaba a paseos… y estoy rodeado de caminos.
En la segunda quincena de setiembre, luego de un muy breve descanso en soledad, me decidí a hacer mi gira de familias hacia la mitad norte de Francia. Primero Normandía para cortar la leña de mi amiga Annik, burlar sus palabras analíticas y celebrar los quince años de la nieta Edith. Luego la Champagne para otear las artes de neo-soltero de mi hermano Philippe y recoger sus manzanas y nueces. También para admirar la valentía de mi aventurera hija Yara que acaba de instalarse entre su abuela de 94 y su tío cura. Entrambos, en la ruta, unas breves horas tardías en las afueras de Paris para descubrir la nueva vida de mi hija Carla y del nieto Gabriel.
Regresé… y me derrumbé. Estoy acostumbrado al lento proceso de restablecer la armonía  con mi entorno cuando me alejo, por unas horas o por unas semanas. Lo conozco, lo respeto y normalmente me va bien. Esta vez, unos pocos tropiezos materiales (cañerías que arreglar, la carretilla mágica que falla…) me tumbaron: me quedé sin fuerzas para nada.
¿Cansancio? No. La gira estuvo apacible y muy placentera. ¿La ciudad? Este pretexto no puede funcionar ahora: descontando las pocas horas parisinas estuve sólo en pueblitos repichis. Y, si bien Paris me había tremendamente agotado, un día de reposo donde Philippe me había repuesto plenamente. ¿La vida social? No fue para tanto. Nunca más de seis personas a la vez (el máximo con el cual logro compartir; con más, tiendo a apagarme). Sin emociones fuertes y con mucho regocijo de afectos variados.
La otra razón podría estar en mis ansias sedentarias, ampliamente explicables luego de una vida de gitano. Un poco de ermitaño con un poco de sedentario lo justificarían todo. Pero…
El otoño tiene aquí una fase breve pero densísima en que revientan los colores, se disparan con ardor en fuegos artificiales desde los hongos y arándanos en el suelo hasta la cima de los árboles y de los cerros. Regresé justo a tiempo para esa fiesta. Las horas del poniente son las más espectaculares, cuando el sol lanza rayos casi horizontales sobre la vegetación. Entonces me pasé horas contemplando esa explosión de energías cromáticas… y me curé.
Y creo haber entendido algo. Este aquí no sólo satisface lo ermitaño y lo sedentario de mi alma: es mi gran proveedor de energía vital. Es lo que intuí cuando lo conocí hace quince años. Es lo que acabo de volver a comprobar. Fuera de aquí puedo gozar de muchas cosas pero mi energía merma y se va perdiendo. ¡Qué privilegio haber encontrado mi rincón de energía en el planeta!

Las Fayas de Valcivières, el domingo 11 de octubre del 2015