Suelo rebatir a quienes me hablan de
mi vida ermitaña. Rara vez estoy más de diez días sin ver a nadie, y eso
principalmente en lo más fuerte del invierno. Vecinos, amigos, familia, visitantes,
caminantes, los encuentros en La Zutterie son múltiples y en algunos casos se
visten progresivamente de ritualidad. Café cotidiano a las diez con
Jean-Baptiste, el más cercano, cuando está aquí. Café o achicoria con Yank o
Jean-Claude, cuando suben desde Le Perrier a recorrer el cerro. Aperitivo del
atardecer con los vecinos de otras casitas del monte cuando llegan de sus
lejanías urbanas a pasar temporadas rurales… ¡Qué festividad cuando varios
coinciden casualmente y alegran mis mesas en terrazas exteriores!
El reciente verano fue especialmente
intenso. En parte por la edad que avanza en mi derredor y, jubilación mediante,
alarga permanencias en la zona. En parte por mi pie enyesado que redujo
actividades, exaltó solidaridades y cultivó las amistades. En parte por el
clima seco y soleado que animaba a paseos… y estoy rodeado de caminos.
En la segunda quincena de setiembre,
luego de un muy breve descanso en soledad, me decidí a hacer mi gira de
familias hacia la mitad norte de Francia. Primero Normandía para cortar la leña
de mi amiga Annik, burlar sus palabras analíticas y celebrar los quince años de
la nieta Edith. Luego la Champagne para otear las artes de neo-soltero de mi
hermano Philippe y recoger sus manzanas y nueces. También para admirar la
valentía de mi aventurera hija Yara que acaba de instalarse entre su abuela de
94 y su tío cura. Entrambos, en la ruta, unas breves horas tardías en las
afueras de Paris para descubrir la nueva vida de mi hija Carla y del nieto
Gabriel.
Regresé… y me derrumbé. Estoy
acostumbrado al lento proceso de restablecer la armonía con mi entorno cuando me alejo, por unas
horas o por unas semanas. Lo conozco, lo respeto y normalmente me va bien. Esta
vez, unos pocos tropiezos materiales (cañerías que arreglar, la carretilla
mágica que falla…) me tumbaron: me quedé sin fuerzas para nada.
¿Cansancio? No. La gira estuvo
apacible y muy placentera. ¿La ciudad? Este pretexto no puede funcionar ahora: descontando
las pocas horas parisinas estuve sólo en pueblitos repichis. Y, si bien Paris
me había tremendamente agotado, un día de reposo donde Philippe me había
repuesto plenamente. ¿La vida social? No fue para tanto. Nunca más de seis
personas a la vez (el máximo con el cual logro compartir; con más, tiendo a
apagarme). Sin emociones fuertes y con mucho regocijo de afectos variados.
La otra razón podría estar en mis
ansias sedentarias, ampliamente explicables luego de una vida de gitano. Un
poco de ermitaño con un poco de sedentario lo justificarían todo. Pero…
El otoño tiene aquí una fase breve
pero densísima en que revientan los colores, se disparan con ardor en fuegos
artificiales desde los hongos y arándanos en el suelo hasta la cima de los
árboles y de los cerros. Regresé justo a tiempo para esa fiesta. Las horas del
poniente son las más espectaculares, cuando el sol lanza rayos casi
horizontales sobre la vegetación. Entonces me pasé horas contemplando esa
explosión de energías cromáticas… y me curé.
Y creo haber entendido algo. Este aquí
no sólo satisface lo ermitaño y lo sedentario de mi alma: es mi gran proveedor
de energía vital. Es lo que intuí cuando lo conocí hace quince años. Es lo que
acabo de volver a comprobar. Fuera de aquí puedo gozar de muchas cosas pero mi
energía merma y se va perdiendo. ¡Qué privilegio haber encontrado mi rincón de
energía en el planeta!
Las Fayas de
Valcivières, el domingo 11 de octubre del 2015