miércoles, 14 de septiembre de 2011

6. Del árbol al cielo

No basta con una buena estufa, capaz de aprovechar al máximo las calorías de la leña. Sin leña, ¡no sirve de nada!

El invierno será duro: hombre blanco prepara leña.” Acabo de descubrir el invierno pasado el porqué de esta obsesión que motiva tantos chistes y que se vuelve un componente esencial de la vida y del paisaje en zonas rurales de Europa. La gestión de los árboles para leña ha sido históricamente uno de los motivos principales de la organización comunitaria. Grandes reservas de leña, bajo galpones o en pilas ordenadas afuera, rodean aún las casas de áreas tradicionales.

Acabo de descubrir este verano cuánto tiempo se puede dedicar a preparar las reservas para el invierno: ha sido mi ocupación principal desde el final de la primavera. En junio logré comprar unos primeros pocos troncos de haya, el mejor árbol local: hubo que tronzar, partir, preparar un sitio para depositarlo afuera a fin de que seque en el verano; hubo que rehacer la pila mal diseñada que el primer viento fuerte había tumbado. Aprendizajes, aprendizajes…

De ahí que el verano se centró en acondicionar una mejor explanada donde colocar reservas para los inviernos siguientes: se necesita mínimo para dos años… Como no tengo superficies planas y que aprendí la diferencia entre cargar carrerillas de leña en subida o en bajada, me dediqué a excavar en la pendiente superior una terraza suficientemente grande. Pico, pala y carretilla fueron los principales compañeros de mi julio y agosto.

Quedaba otro desafío: suprimir el grueso arce y el enorme abeto que sombreaban dicha terraza, además de ser una amenaza para mi techo y de quitarme hasta más de la tercera parte del sol invernal sobre mis paneles solares. Sólo no podía. Muy peligroso. Para mí y para el techo.

Agosto: surgió un desconocido, hijo de un campesino del lugar. Venía a entregar rollos de haya a un vecino. Aceptó venderme algunos. Hablé de mis dos pesadillas: al día siguiente aparecía con su tractor para asegurar y jalar y con su motosierra. ¡En veinte minutos había tumbado a ambos!
 
 

Se llama Gilles. Lo nombro porque inesperadamente se convirtió en uno de mis “hacedores” de la casita del cerro. ¿Por haber cortado dos palos? No. ¡Por haberme regalado el cielo!

¿Mi techo? ¿Mis paneles solares? ¿Mi leña para secar? Sí, evidentemente, son importantes. Pero, aunque sospechaba el cambio, me quedé pasmado ante la transformación de mis horizontes y de mi vida cotidiana…

El espacio delante de la fachada al sur era sombrío y encajonado: entre los árboles y la pendiente, apenas si tenía ahí una suerte de corredor estrecho, que iba ensanchando (¡pico, pala y carretilla) cada vez que podía. Ahora tengo ahí un nuevo espacio para vivir. Desde la ventana de la sala de chimenea, la luz se multiplicó. Desde la puerta la vista puede correr hacia el cielo… sin torticolis. Desde el terreno comunal de los arándanos, al este y encima de la vieja vía empedrada que rodea mi terreno, puedo ver a la vez toda la casita, los cerros lejanos, el cielo.

Así es como, desde hace algunos días, lo que antes era nada más un rinconcito del prado comunal usado para aparcar vehículos y depositar troncos se volvió una de mis guaridas favoritas: ahí me siento para la pausa café-tabaco y me re-creo con los nuevos horizontes abiertos.

Les Fayes, miércoles 14 de setiembre del 2011

No hay comentarios: