sábado, 31 de diciembre de 2011

11. Mi padre falleció en la casita del cerro

El domingo 27 de noviembre, mi hermano Philippe me anunció que mi padre acababa de fallecer. Al ver que me llamaba, ya sabía lo que me iba a decir. Pero no pude impedir que algunas lágrimas se deslizaran sobre mi mejilla. No era dolor, era alivio, era una emoción suave y estimulante: murió en su cama, en momentos en que estaba mejor, dichoso de recobrar algo de su autonomía, por tanto en momentos en que le animaba la vida; simplemente el corazón gastado dejó de latir. Había logrado librarse del hospital, de un final entre sufrimientos, decadencia y jodas de todo tipo y para todos. ¡Un sueño!

Pensaba en él mientras seguía mis tareas. De a pocos la ternura me iba llenando corazón y sentidos y me invadía la alegría: ¡qué suerte que nos haya brindado la música de un último recuerdo que apacigua, que despierta ecos de todo lo que fue bueno, lo que fue cálido, lo que fue sabroso!
Agosto 2004: al pie del haya enorme
Mi suerte personal me maravillaba. Hijo pródigo y gitano, hace más de cuarenta años que me había preparado a enfrentar algún día, de vuelta de alguna larga gira a terreno, la noticia de una partida ya cerrada, el remordimiento de la ausencia, la culpabilidad de haber fallado el encuentro final. He ahí que estuve presente; hasta pude, unos cinco días antes, compartir todavía con él un “hasta la próxima” y un beso filial.

Se dice que la muerte es tristeza, la de una época que se acaba, pero yo no lograba alcanzar semejante estado, estaba demasiado feliz por él, demasiado feliz de esta partida exitosa y a una edad muy avanzada que brinda así un tiempo nuevo y abierto a la remembranza, a las reconciliaciones, a un rebrote de la memoria.

Se dice que la muerte es tristeza, la de quienes se quedan; no podía: la noticia me llegaba en mi casita del cerro; opté por celebrar. Primero me fui hacia la gran haya que él tanto había admirado aquella única vez en que vino aquí. Luego recorrí la casa que es mía y la miré con sus ojos de entonces cuando (al día siguiente de la compra) no era más que ruina y desastre: debió pensar (una vez más) que me perseguían la locura y la maldición.

Pero, ¿en qué estado estaba, cuando la compró, aquella casona de la Champagne donde él acaba de morir? ¡Como para desesperar a los más optimistas! Pero había soñado con ella, cansado de la precariedad del campesino arrendatario, sin techo propio y con una prole abundante. Y desde ella pudo ganarse un final bello, en paz, en su casa.

Me quedó la convicción que es aquí, en lo mío, en “jas”, o “buron”, o Zutterie, donde me gustaría que se detenga mi recorrido y que mis cenizas vayan a abonar mi pradera, al menos las patacas que algún día voy a plantar, tal como se lo había prometido a mi padre.

El arte mayor consiste en quedarse sólo con los recuerdos lindos. Para eso, una buena muerte ayuda mucho. Por tanto vale celebrarlo. En esa tarde de domingo, Jean-Claude el salvador (salvó mi casa al ponerle techo) pasaba por aquí. Le pedí que me acompañara a beber champán para brindar por la noticia alentadora y por los años que se vienen.

Original en francés del jueves 15 de diciembre del 2011 en La Zutterie

2 comentarios:

José Soriano dijo...

Fuerte abrazo fraterno !!!! Gracias por compartir como siempre un hermano.

Pierre de Zutter dijo...

Abrazote también Pepe. Y mucha salud para el 2012.