jueves, 20 de agosto de 2015

Ensayos de hibernación terapéutica

¿Me quejaba de no tener nada que contar porque todo anda bien y que mi coctel de actividades y emociones cotidianas tiene sabores imposibles de expresar a plenitud? Este verano extremadamente caluroso y seco logró voltear este paisaje apacible.
Todo comenzó el miércoles primero de julio. Afanado en poner un poco de orden y limpieza en mi casita a fin de poder recibir a la tarde una pareja de vecinos, salí con las manos llenas de cachivaches y con zapatillas de suela lisa, resbalé en el pasto y caí con todo mi peso sobre mi tobillo derecho, el de mi pie medio-amputado. El dolor era fuerte pero no me preocupé mucho: estoy acostumbrado a torceduras de ese tobillo y sólo es cuestión de unos pocos días de descanso. Ni me imaginé que la cosa pudiera dar para más largo.
Para resumir: a la semana tuve que aceptar que una radiografía sería útil y efectivamente reveló que no era simple esguince sino fractura de hueso, el peroné; el edema era imponente y hubo que esperar una semana más hasta que se haya reducido antes de enyesar; el resultado fue que así perdí quince días de inmovilización y que por tanto he de seguir esperando buen rato todavía para liberar la pata de su prisión.
Bueno, nada del otro mundo como ven. Pero soy capaz de transformar el menor incidente en toda una aventura mental de múltiples dimensiones. Es lo que hice.
Por ejemplo fue oportunidad para refrescar mis tribulaciones profesionales y personales entre salud y medicina. Nunca fui gran consumidor de servicios médicos, y menos aquí, en esta sociedad cuya vida fue primero mejorada con su sistema de seguro oficial y “complementario” y luego pervertida por ese mismo sistema que lo reduce todo a derechos, sin transparencia sobre costos financieros y sociales ni sobre responsabilidades: los abusos y despilfarros me erizan y alejan. Esta vez tuve necesidad del sistema y… me alegró la calidad de las personas y de las prestaciones.
Al mismo tiempo me enfrasqué en mis eternas reflexiones sobre la diversidad de saberes, sobre los roles correspondientes y sobre la necesidad de diálogo. Los diez años que pasé, en los ochenta sobre todo, trabajando en relación con la salud pública me hacen presumir que algo conozco en la materia. Y creo ser bastante bueno en cuanto al manejo preventivo de mi propia salud en función del tipo de existencia que escogí. Pero comprobé nuevamente cuán nulo soy en aspectos estrictamente médicos (ni siquiera sabía bien dónde se coloca el peroné ni para qué sirve) y cuán importante es poder tener acceso a información comprensible en la materia a fin de poder tomar decisiones adecuadas. Sin el apoyo de mi grupo social cercano (mi vecino Jean-Baptiste es médico) me habría quedado en babas, cojeando largo tiempo.
También me sirvió para revisar mis trabajos de aplanamiento de mi terreno y ver deficiencias a corregir si quiero poder seguir viviendo aquí, aunque fuera en silla de ruedas; o para consolidar mi percepción de que la calidad de vida que tengo aquí viene tanto del ambiente de naturaleza y del aislamiento como de cierta cultura local de solidaridad heredada de los antiguos y ensanchada por las tribus instaladas en los últimos cincuenta años; o para reforzar mi paciencia y protegerme del hartazgo cuando las nalgas sentadas se rebelan y el afán de actividad física se frustra…
Quizás hubiesen preferido un relato más prosaico, o más poético. Lo siento: a falta de exteriores con sus propuestas de tareas y gozos, con sus sentimientos enaltecidos, la mente es la que busca apoderarse de mis horas. Aún me falta aprender una mejor hibernación terapéutica.

Las Fayas de Valcivières, martes 11 de julio del 2015

viernes, 7 de agosto de 2015

Del tiempo sus libertades

Los amigos que pasan o llaman perturban con sus preguntas: ¿cómo estás?, ¿cómo te va? Oficialmente no tengo nada que contar, pues, ya que estoy bien, muy bien, y que eso no brinda noticias sobre las que alargarse. Me gozo. No, no me aburro. El cuerpo anda de maravillas. El intelecto se recupera y resplandece por momentos. La moral está alta. ¿Todo bien entonces? Parece respuesta hipócrita.
Claro, ahí están mis actividades, correspondientes a esa temporada del renacer vegetal. Pero son las comunes, por más que para mí el trabajar huerto sea como un regreso a la infancia. Con un algo más regocijante: me dejé sorprender por el regalo de un vecino que me propuso una carretada de guano de caballo y por mi propia ignorancia a la hora de comprar plantas y volteé todos mis planes; en vez de dedicarme a preparar eternamente mis futuros andenes hortícolas, he ahí que la alegría y la poesía me llevaron a inventar la huerta desperdigada: cuatro papas por ahí, tres colinabos por allí, una hilera de poros por allá, otra de rabanitos más allá, unas papas y betarragas abajo al fondo, otras papas y rábanos al pie de un árbol, y así sucesivamente. Todo entre y al mismo tiempo que algo de flores.
Bueno, no inventé nada. Más bien me libré del molde de huerta ordenada y especializada para reencontrarme dentro del arte de cultivar la naturaleza, su diversidad, sus amores y odios entre plantas, entre ellas e insectos y roedores.
Me libré asimismo del modelo dominante y apabullante del tiempo: primero planificar, segundo preparar, tercero proceder, plantar o sembrar… Las ganas de colocar urgentemente papitas ya bien germinadas o de trasplantar poros o lechugas me llevan recién a buscar un lugar, a producir suelo hortícola a base de la tierra existente, del compost natural que recojo en caminos, bosques y prados y del guano de caballo, a trazar caminos para el riego, a facilitar el acceso al sol… Me muevo de acuerdo a lo existente y a las oportunidades, no a base de planes. Y me regodeo. Más aún con mis primeros productos.
Esa cuestión del tiempo liberado de obligaciones y obsesiones es una de las grandes alegrías de este primer semestre. Mi recuperación intelectual le debe mucho. Entre mi situación de jubilado y la de eremita mis ritmos de vida adoptan otros compases, conforme a lo que sugiere el clima, a lo que exige mi cuerpo, a los cariños que traen las visitas, a los vuelos que emprende mi alma, a los llamados que me hacen flora y fauna, a los recuerdos que desean aflorar, a las pulsiones que a ratos buscan retornar.
He ahí que, como siempre filosofando a partir de lo cotidiano, comprendo por qué tanta gente reclama más tiempo libre y luego se siente igual de frustrada. El tiempo libre es el que tratamos de conseguir ante la carga del trabajo, de las responsabilidades familiares, etc. Se trata de un tiempo en que nosotros estemos libres, libres de hacer lo que queremos. Pero falta algo: para que el tiempo esté libre, falta que nosotros lo liberemos de la carga de nuestros temores y afanes múltiples.
Eso había percibido en cuanto al paso del tiempo largo, entre la vida y la muerte. No lamento ese paso del tiempo, me lo saboreo, aún con sus peculiaridades de la vejez, porque cuando yo desaparezca, el tiempo seguirá girando: no está atado a mí, está libre; si, en vez de querer retenerlo lo acompaño, estará a mi lado hasta que tenga que dejarme en el camino. Así, entre rabanitos y edades, descubro del tiempo sus libertades y aprendo a vivir con ellas.

Las Fayas de Valcivières, sábado 13 de junio del 2015