viernes, 29 de julio de 2011

4. La armonía que me trajo de vuelta a Francia

Lluvia, neblina, el ambiente de este otoño de julio me trae la pregunta: ¿por qué estoy aquí? Las emociones de vidas múltiples, los gozos de un devenir diario simple e imprevisible, físico y lírico, la alternancia de soledad y encuentros, todo esto podría sin duda hallarlo también en muchas otras partes del planeta, ¿no? Empezando por Francia cuyo esplendor descubro en cada gira a la que me arrastra mi guía.

Esta foto, tomada hace menos de quince días por mi hija Yara, resume el aparente dilema: este éxtasis de una sesión internet en plena naturaleza, lo podría tener en muchas partes…
¿En muchas partes? ¡No, carajo! No basta con la belleza, se requiere por igual la armonía. Y aquí está este “buron” que me escogió y con el que aprendemos a compartir. Patrice, el anterior propietario, bien hubiese podido vender más caro, a uno mejor forrado; prefirió cederlo a uno que supiese cultivarle el alma. Así que brindé mi paciencia, mis esfuerzos, algunos recursos y mi corazón para que la vida juntos sea dulce y sabrosa, armoniosa.

Cuántas veces en mis andanzas habré encontrado lugares que me hacían soñar con instalarme ahí, lugares pletóricos de energías, de vidas, de historia, de promesas, donde hubiese querido posarme por fin, al menos ofrecerme una pausa larga… Sobre todo en esa América Latina que mis actividades en periodismo, en turismo, en desarrollo rural, me llevaron a recorrer intensamente durante cuarenta años, al punto que soy probablemente una de las pocas personas que haya llegado a tantos rincones perdidos de tantos países del continente. En casi cada viaje he sentido la chispa de las ganas, las ganas de quedarme, de no volver a irme. ¿Por qué no haberlo hecho en América Latina, allí donde aprendí lo que es armonía?

¿Por qué? Por esta cabezota, por ejemplo ésa que el nieto Yvyrahí acaba de querer registrar con su risa de tarta de arándanos. Esa cara de viejo gringo loco…
No, no es cuestión de apariencias físicas sino de realidades sociales, y de símbolos. En casi todos los sitios que me atraía quedarme, sólo hubiese conseguido mi parcelita despojando a campesinos (ya que, aunque hayan podido estar contentos de vender bien, yo sabía que les iba quitando la esencia misma de la vida) y sin reales posibilidades de llegar algún día a formar armoniosamente parte del paisaje.

Además progresivamente las leyes se endurecen y me es cada vez más difícil tener residencia en un país del que salgo tan a menudo y ante el cual no puedo demostrar ingresos fijos ya que soy un mero jornalero.

Así es cómo, ya que el buron me había acogido y me sugería vivir “mi” vida, escogí Francia. O más bien: el buron me escogió, entonces escogí el buron, escogí Les Fayes, y Francia vino de yapa… Una yapa que aprecio, por cierto.

¿No soy gringo loco, aquí? Oh, algo parecido. Aquí en Valcivières, donde la mayoría de campesinos ya se fueron hace tiempo, me pueden decir jipi, chiflado del cerro, serrano, campeche, orate o lo que sea… Poco importa si como tal entro en armonía con el paisaje…

Les Fayes, 28 de julio del 2011

viernes, 22 de julio de 2011

3. Les Fayes: ¡pura emoción!

Soy incapaz de describir Les Fayes, ese rincón de Francia que me acoge ahora. Estoy tan lleno de aquellas emociones que aquí me nutren que no puedo tomar distancia, observar, analizar, explicar. Tampoco tengo ganas de hacerlo. Hasta compruebo que ninguna de mis fotos puede expresar lo que siento aquí.

Porque no se trata de una emoción cualquiera sino simplemente aquella tan total que se llama la vida. Las vidas que encuentro: una naturaleza en pleno proceso de recomponerse, una sociedad rural también en pleno proceso de recomponerse. Y la mía propia.

La naturaleza es madre de mis mejores momentos, de los más privilegiados, esos en que hago la pausa (cualquier pretexto es bueno, cualquier hora es buena, cualquier clima es bueno) y accedo a poder recibir. Entonces acojo las imágenes de paisajes de serranías, tal como los Andes me enseñaron a verlos, que se extienden a lo lejos con sus relieves y sus caseríos; los jugueteos tiernos o violentos del aire y del cielo; las caricias de una vegetación pletórica de hierbas, arbustos y árboles que se hace diversidad para embobarme mejor; los colores, cantos y piruetas de toda clase de aves. Hasta estoy iniciándome al teatro de los insectos, sus formas y luces tan extraordinarias, su música, su agitación.

La fuertísima reducción de población humana y de pastoreo trastocó este ambiente y vida de naturaleza. Por sustitución ya que hace más de medio siglo muchos prados comenzaron a plantarse con pinos. Por abandono ya que las praderas sin pastar se hicieron matorrales de arándanos y retamas bajas, o bien se arborizaron con especies otrora escasas como abedules, arces, alisos. Una dinámica que sigue su curso y cuyas variadas fases puedo mirar en mi entorno.

Las vidas humanas que más me acompañan a diario son las tradicionales. Están en los muros que me albergan y en sus múltiples obras, especialmente las que traían o drenaban el agua y las que empedraban caminos para el paso de carretas y animales. También las escucho todavía en las labores de dotarse de la leña con que se calientan las casas; pronto me uniré a ellos para eso.

Esas vidas tradicionales son sobre todo las de gente desaparecida o jubilada. Están además las de habitantes menos antiguos quienes, en oleadas sucesivas de los últimos cuarenta años, se instalaron en esta zona que se despoblaba para vivir ahí, desempeñar oficios y saborear emociones comparables a las mías. Muchos están, ellos también, presentes dentro de mis paredes que visitan y que alegran con sus saberes y realizaciones.

Vacaciones y feriados largos atraen otras vidas: las de mis vecinos de Les Fayes y de Les  Chaumettes, todos adictos a sus “burons” y a esos parajes y a la vez tan diferentes entre sí; las de los caminantes que sólo están de paso pero que me encanta saludar cuando puedo y en quienes pienso cuando limpio y adorno el paisaje para que sus gozos alegren a la naturaleza.

Está finalmente la emoción intensa de mi propia vida que por primera vez en mucho tiempo estoy reuniendo aquí, conjugando Francia y Andes, alternando entre la carretilla y el teclado de la compu, intentando los aprendizajes de supervivencia que habrían de adquirirse de niño y el desprenderse que habría de llegar con la edad, saboreando la soledad, las visitas y los encuentros.

Emoción intensa, sí, aquella de sentir que me hago más completo, casi un hombre.

Les Fayes, 2 de julio del 2011