El nuevo galpón... antes de la nieve |
Ya
van quince días desde que empezó la nieve, persistente, más abundante cada vez.
Al principio predominó la frustración por el otoño que ya desaparecía: ¡tanto
quedaba por hacer! Mi nuevo galpón para leña y herramientas había sido techado
pero aún faltaba cerrar una de las paredes con sus tablas y una puerta
corrediza; había ingresado la leña para este invierno pero sin trozarla aún al
tamaño de mi estufa y tampoco había acabado de armar la pila a secar para el
siguiente invierno; no tuve tiempo de trasplantar algo del ajo silvestre, que
tanto me gusta y crece cerca, para saber si se adapta en mi propio terreno;
había… La lista como siempre es interminable.
Los
primeros días de encierro fueron pues de adaptación. Pero pronto surgió el
regocijo de la hibernación. ¿Tenía que ir a visitar a una colega al sur de
Francia para trabajar un poco con ella y descubrir su zona? Avisé que
postergaba. Estaba redescubriendo el tan intenso placer de una vida sin
programas. Algo que tanto me había hecho falta durante el verano y el otoño con
sus obras, sus preparativos, sus intercambios en vecindario transitorio.
Acabo
de darme el gusto de estar nuevamente quince días sin bajar a la ciudad, aprovechando
las reservas acumuladas semana tras semana, saboreando playas de soledad casi
imposible los meses anteriores, con la mente libre de toda obligación, abierta
a las ganas y oportunidades del instante.
Hibernar
es un arte. Requiere concentrar lo cotidiano en espacios más reducidos, dentro
de la casa y fuera de ella, y reducir actividades. Trae un cambio radical del
ritmo diario para adaptarse a las pocas horas de luz: dormir o soñar en la cama
durante diez o doce horas; levantarse recién con el día para ver lo que éste
propone; alternar el leer, jugar, comer, escribir, pasear de una ventana a
otra, de una terraza exterior a otra.
Sol poniente. Motivo para visitar mis terrazas. |
Este
invierno me devuelve además a aventuras anteriores. El sol es insuficiente para
cargar mis baterías así que regreso a manejarme con velas y con lo que brindan
tres lamparitas solares. Esta vez tengo buena leña pero mis ensayos de los
primeros diez días demostraron que mi stock no alcanzará para nada si trato de
cumplir con temperaturas acordes a la espera de mis eventuales visitantes:
volví a mis usos frugales de antes.
A
la vez tengo una nueva ventaja: mi biblioteca ordenada y accesible, con sus
diccionarios y enciclopedias, con su literatura en español y en francés; además
unos vecinos me prestaron una colección de más de diez años de una de las
mejores revistas mensuales francesas de historietas (excelentes pero bastante
para intelectuales); otros me traen un semanario de traducciones de la prensa
internacional… Tengo para escoger.
Pero…
Hurgando en mis cartones encontré un tesoro olvidado, una reliquia de una época
de mi vida: una pila de cowboyadas, esos relatos cortitos y simplistas de los
vaqueros del Oeste norteamericano que abundaban en Latinoamérica hasta los años
80, a los que me introdujeron mis sucesivos suegros de allá y que se
convirtieron en mi mejor purga mental cuando el trabajo era muy intenso. ¡Nada
que pensar, nada que comprender, nada de “suspense”, personajes buenos o malos
sin matices, “intrigas” en las que diez páginas bastan para evidenciar futuros
muertos y futuros matrimoniados, párrafos de dos líneas, frases de cinco
palabras… ¡El descanso puro!
Confieso
que sentí añoranza y estoy haciendo una cura, una cura ideal para lo que se
llama hibernación. Me regodeo, me río solito al reencontrarme con tantos
clichés que me relajaban.
Las Fayas, jueves
13 de diciembre del 2012