sábado, 15 de diciembre de 2012

La hibernación y su tesoro olvidado

El nuevo galpón... antes de la nieve

Ya van quince días desde que empezó la nieve, persistente, más abundante cada vez. Al principio predominó la frustración por el otoño que ya desaparecía: ¡tanto quedaba por hacer! Mi nuevo galpón para leña y herramientas había sido techado pero aún faltaba cerrar una de las paredes con sus tablas y una puerta corrediza; había ingresado la leña para este invierno pero sin trozarla aún al tamaño de mi estufa y tampoco había acabado de armar la pila a secar para el siguiente invierno; no tuve tiempo de trasplantar algo del ajo silvestre, que tanto me gusta y crece cerca, para saber si se adapta en mi propio terreno; había… La lista como siempre es interminable.
Los primeros días de encierro fueron pues de adaptación. Pero pronto surgió el regocijo de la hibernación. ¿Tenía que ir a visitar a una colega al sur de Francia para trabajar un poco con ella y descubrir su zona? Avisé que postergaba. Estaba redescubriendo el tan intenso placer de una vida sin programas. Algo que tanto me había hecho falta durante el verano y el otoño con sus obras, sus preparativos, sus intercambios en vecindario transitorio.
Acabo de darme el gusto de estar nuevamente quince días sin bajar a la ciudad, aprovechando las reservas acumuladas semana tras semana, saboreando playas de soledad casi imposible los meses anteriores, con la mente libre de toda obligación, abierta a las ganas y oportunidades del instante.
Hibernar es un arte. Requiere concentrar lo cotidiano en espacios más reducidos, dentro de la casa y fuera de ella, y reducir actividades. Trae un cambio radical del ritmo diario para adaptarse a las pocas horas de luz: dormir o soñar en la cama durante diez o doce horas; levantarse recién con el día para ver lo que éste propone; alternar el leer, jugar, comer, escribir, pasear de una ventana a otra, de una terraza exterior a otra.
Sol poniente. Motivo para visitar mis terrazas.
Este invierno me devuelve además a aventuras anteriores. El sol es insuficiente para cargar mis baterías así que regreso a manejarme con velas y con lo que brindan tres lamparitas solares. Esta vez tengo buena leña pero mis ensayos de los primeros diez días demostraron que mi stock no alcanzará para nada si trato de cumplir con temperaturas acordes a la espera de mis eventuales visitantes: volví a mis usos frugales de antes.
A la vez tengo una nueva ventaja: mi biblioteca ordenada y accesible, con sus diccionarios y enciclopedias, con su literatura en español y en francés; además unos vecinos me prestaron una colección de más de diez años de una de las mejores revistas mensuales francesas de historietas (excelentes pero bastante para intelectuales); otros me traen un semanario de traducciones de la prensa internacional… Tengo para escoger.
Pero… Hurgando en mis cartones encontré un tesoro olvidado, una reliquia de una época de mi vida: una pila de cowboyadas, esos relatos cortitos y simplistas de los vaqueros del Oeste norteamericano que abundaban en Latinoamérica hasta los años 80, a los que me introdujeron mis sucesivos suegros de allá y que se convirtieron en mi mejor purga mental cuando el trabajo era muy intenso. ¡Nada que pensar, nada que comprender, nada de “suspense”, personajes buenos o malos sin matices, “intrigas” en las que diez páginas bastan para evidenciar futuros muertos y futuros matrimoniados, párrafos de dos líneas, frases de cinco palabras… ¡El descanso puro!
Confieso que sentí añoranza y estoy haciendo una cura, una cura ideal para lo que se llama hibernación. Me regodeo, me río solito al reencontrarme con tantos clichés que me relajaban.
Las Fayas, jueves 13 de diciembre del 2012