miércoles, 28 de enero de 2015

La hibernación cuatro horas después del alba

Nieve y hielo son las dos bendiciones de la hibernación. El suelo congelado no se presta a terraceos ni a cultivos. Abundante o simplemente apisonada y resbaladiza, la nieve limita mis pasos inseguros y reduce aún más mis circuitos. Desde el tardío amanecer hasta que el sol termine de trepar mi ladera de oriente y logre calentar un poco el aire exterior, tengo cuatro o cinco horas de inevitable encierro.
Durante mis dos primeros inviernos aquí las dedicaba en buena parte al delicado aprendizaje de la supervivencia material en estas condiciones de aislamiento de mi cerro; bailaba cables entre las dos baterías solares a ver cuál me podría dar lumbre y cuál cargar mi teléfono; multiplicaba ensayos de cómo prender mejor la poca, mala y mojada leña disponible para mi estufa; revisaba les reservas de víveres para calcular cuánto de autonomía me quedaba y cómo innovar para prolongarla. Y alternaba con escapadas para trazar o mejorar caminos nevados hacia las escasas zonas planas donde poder posarme, especialmente el rellano de la terraza del sapo, su mesita y sus dos bancas, su vista bajando sobre mi pradera y algunas vecinas y, a través de las ramas deshojadas, subiendo hacia las serranías próximas o lejanas.
Este es mi quinto invierno, la dinámica sigue la misma pero con otras intensidades y otros aromas. Entre leña buena, seca, suficiente y arreglos para aislar la casa de las corrientes de aire, ya no es difícil alcanzar una temperatura llevadera; aprendí a manejarme entre baterías solares, lamparitas solares, otra a petróleo, velas y grupo electrógeno; soy experto en llenar en otoño mis depósitos con todo lo necesario y algo más; las preocupaciones dejaron paso a cierta comodidad rústica pero sabrosa, estar adentro se volvió simplemente un regocijo tranquilo. Mis salidas fuera, siempre con café y tabaco en mano, son menos azarosas; hasta tengo cobertizo con techo y puerta donde celebrar, aún con lluvia o viento, mis diez minutos cotidianos de relación con el mundo, leyendo en mi fono las previsiones climáticas, los mensajes y los principales títulos noticiosos; mis horizontes se ensancharon al este, al norte y al oeste gracias a la tumba escogida de muchos palos; ya no vengo en plan de descubrir o acondicionar sino de disfrutar apaciblemente.
Es así como la hibernación cambió de sentido. Ya no es una temporada que sobrellevar, rica en paz pero dura en supervivencia; ahora la espero con alegría, con afanes de reposo, de beata contemplación de las horas y los paisajes, de muy episódica celebración de una visita, la de un vecino amigo o la de un venado hambriento. La hibernación se volvió el refugio del año, aquella época en que el tiempo deja de correr, se protege de actividades y de agitación, en que las propias emociones son meramente suaves, sin euforias ni frustraciones fuertes. La hibernación es ahora un estar benéfico.
Tan benéfico que se viste de milagrero para desenterrar las ganas olvidadas y sanarlas cariñosamente de sus manchas de tozudez, de recelo, de vejez; se viste de partero para alumbrar disfrutes sin culpas ni glorias.
La hibernación del cuarto invierno había sembrado en mí la semilla de un renacer a la escritura. Un largo año de clima templado me había llenado de ocupaciones múltiples en rehabilitar caminos, acoger flores y primeras verduras, iniciar andenes en el prado, tumbar, cortar y partir leños, dándome tiempo para la gestación. Parece que en este quinto invierno la maduración se dio. Durante varias semanas tendré las cuatro horas después del alba para criar los sentires de la vida en eremita del cerro.

Las Fayas, miércoles 7 de enero del 2015
Finalmente, escribir es más fácil que subir al cerro para enviar por internet...

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