Nieve y hielo son las dos bendiciones
de la hibernación. El suelo congelado no se presta a terraceos ni a cultivos.
Abundante o simplemente apisonada y resbaladiza, la nieve limita mis pasos
inseguros y reduce aún más mis circuitos. Desde el tardío amanecer hasta que el
sol termine de trepar mi ladera de oriente y logre calentar un poco el aire
exterior, tengo cuatro o cinco horas de inevitable encierro.
Durante mis dos primeros inviernos
aquí las dedicaba en buena parte al delicado aprendizaje de la supervivencia
material en estas condiciones de aislamiento de mi cerro; bailaba cables entre
las dos baterías solares a ver cuál me podría dar lumbre y cuál cargar mi
teléfono; multiplicaba ensayos de cómo prender mejor la poca, mala y mojada
leña disponible para mi estufa; revisaba les reservas de víveres para calcular
cuánto de autonomía me quedaba y cómo innovar para prolongarla. Y alternaba con
escapadas para trazar o mejorar caminos nevados hacia las escasas zonas planas
donde poder posarme, especialmente el rellano de la terraza del sapo, su mesita y sus dos bancas, su vista bajando
sobre mi pradera y algunas vecinas y, a través de las ramas deshojadas,
subiendo hacia las serranías próximas o lejanas.
Este es mi quinto invierno, la
dinámica sigue la misma pero con otras intensidades y otros aromas. Entre leña
buena, seca, suficiente y arreglos para aislar la casa de las corrientes de
aire, ya no es difícil alcanzar una temperatura llevadera; aprendí a manejarme
entre baterías solares, lamparitas solares, otra a petróleo, velas y grupo
electrógeno; soy experto en llenar en otoño mis depósitos con todo lo necesario
y algo más; las preocupaciones dejaron paso a cierta comodidad rústica pero
sabrosa, estar adentro se volvió simplemente un regocijo tranquilo. Mis salidas
fuera, siempre con café y tabaco en mano, son menos azarosas; hasta tengo
cobertizo con techo y puerta donde celebrar, aún con lluvia o viento, mis diez
minutos cotidianos de relación con el mundo, leyendo en mi fono las previsiones
climáticas, los mensajes y los principales títulos noticiosos; mis horizontes
se ensancharon al este, al norte y al oeste gracias a la tumba escogida de
muchos palos; ya no vengo en plan de descubrir o acondicionar sino de disfrutar
apaciblemente.
Es así como la hibernación cambió de
sentido. Ya no es una temporada que sobrellevar, rica en paz pero dura en
supervivencia; ahora la espero con alegría, con afanes de reposo, de beata
contemplación de las horas y los paisajes, de muy episódica celebración de una
visita, la de un vecino amigo o la de un venado hambriento. La hibernación se
volvió el refugio del año, aquella época en que el tiempo deja de correr, se
protege de actividades y de agitación, en que las propias emociones son
meramente suaves, sin euforias ni frustraciones fuertes. La hibernación es
ahora un estar benéfico.
Tan benéfico que se viste de milagrero
para desenterrar las ganas olvidadas y sanarlas cariñosamente de sus manchas de
tozudez, de recelo, de vejez; se viste de partero para alumbrar disfrutes sin
culpas ni glorias.
La hibernación del cuarto invierno
había sembrado en mí la semilla de un renacer a la escritura. Un largo año de
clima templado me había llenado de ocupaciones múltiples en rehabilitar
caminos, acoger flores y primeras verduras, iniciar andenes en el prado,
tumbar, cortar y partir leños, dándome tiempo para la gestación. Parece que en
este quinto invierno la maduración se dio. Durante varias semanas tendré las
cuatro horas después del alba para criar los sentires de la vida en eremita del
cerro.
Las Fayas, miércoles 7 de enero del 2015
Finalmente, escribir es más fácil que subir al cerro para enviar por internet...
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