Los amigos que pasan o llaman
perturban con sus preguntas: ¿cómo estás?, ¿cómo te va? Oficialmente no tengo
nada que contar, pues, ya que estoy bien, muy bien, y que eso no brinda
noticias sobre las que alargarse. Me gozo. No, no me aburro. El cuerpo anda de
maravillas. El intelecto se recupera y resplandece por momentos. La moral está
alta. ¿Todo bien entonces? Parece respuesta hipócrita.
Claro, ahí están mis actividades,
correspondientes a esa temporada del renacer vegetal. Pero son las comunes, por
más que para mí el trabajar huerto sea como un regreso a la infancia. Con un
algo más regocijante: me dejé sorprender por el regalo de un vecino que me
propuso una carretada de guano de caballo y por mi propia ignorancia a la hora
de comprar plantas y volteé todos mis planes; en vez de dedicarme a preparar
eternamente mis futuros andenes hortícolas, he ahí que la alegría y la poesía
me llevaron a inventar la huerta desperdigada: cuatro papas por ahí, tres
colinabos por allí, una hilera de poros por allá, otra de rabanitos más allá,
unas papas y betarragas abajo al fondo, otras papas y rábanos al pie de un
árbol, y así sucesivamente. Todo entre y al mismo tiempo que algo de flores.
Bueno, no inventé nada. Más bien me
libré del molde de huerta ordenada y especializada para reencontrarme dentro
del arte de cultivar la naturaleza, su diversidad, sus amores y odios entre
plantas, entre ellas e insectos y roedores.
Me libré asimismo del modelo dominante
y apabullante del tiempo: primero planificar, segundo preparar, tercero
proceder, plantar o sembrar… Las ganas de colocar urgentemente papitas ya bien
germinadas o de trasplantar poros o lechugas me llevan recién a buscar un
lugar, a producir suelo hortícola a base de la tierra existente, del compost
natural que recojo en caminos, bosques y prados y del guano de caballo, a
trazar caminos para el riego, a facilitar el acceso al sol… Me muevo de acuerdo
a lo existente y a las oportunidades, no a base de planes. Y me regodeo. Más
aún con mis primeros productos.
Esa cuestión del tiempo liberado de obligaciones
y obsesiones es una de las grandes alegrías de este primer semestre. Mi
recuperación intelectual le debe mucho. Entre mi situación de jubilado y la de
eremita mis ritmos de vida adoptan otros compases, conforme a lo que sugiere el
clima, a lo que exige mi cuerpo, a los cariños que traen las visitas, a los
vuelos que emprende mi alma, a los llamados que me hacen flora y fauna, a los
recuerdos que desean aflorar, a las pulsiones que a ratos buscan retornar.
He ahí que, como siempre filosofando a
partir de lo cotidiano, comprendo por qué tanta gente reclama más tiempo libre
y luego se siente igual de frustrada. El tiempo libre es el que tratamos de
conseguir ante la carga del trabajo, de las responsabilidades familiares, etc.
Se trata de un tiempo en que nosotros estemos libres, libres de hacer lo que
queremos. Pero falta algo: para que el tiempo esté libre, falta que nosotros lo
liberemos de la carga de nuestros temores y afanes múltiples.
Eso había percibido en cuanto al paso
del tiempo largo, entre la vida y la muerte. No lamento ese paso del tiempo, me
lo saboreo, aún con sus peculiaridades de la vejez, porque cuando yo
desaparezca, el tiempo seguirá girando: no está atado a mí, está libre; si, en
vez de querer retenerlo lo acompaño, estará a mi lado hasta que tenga que dejarme
en el camino. Así, entre rabanitos y edades, descubro del tiempo sus libertades
y aprendo a vivir con ellas.
Las Fayas de
Valcivières, sábado 13 de junio del 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario