viernes, 7 de agosto de 2015

Del tiempo sus libertades

Los amigos que pasan o llaman perturban con sus preguntas: ¿cómo estás?, ¿cómo te va? Oficialmente no tengo nada que contar, pues, ya que estoy bien, muy bien, y que eso no brinda noticias sobre las que alargarse. Me gozo. No, no me aburro. El cuerpo anda de maravillas. El intelecto se recupera y resplandece por momentos. La moral está alta. ¿Todo bien entonces? Parece respuesta hipócrita.
Claro, ahí están mis actividades, correspondientes a esa temporada del renacer vegetal. Pero son las comunes, por más que para mí el trabajar huerto sea como un regreso a la infancia. Con un algo más regocijante: me dejé sorprender por el regalo de un vecino que me propuso una carretada de guano de caballo y por mi propia ignorancia a la hora de comprar plantas y volteé todos mis planes; en vez de dedicarme a preparar eternamente mis futuros andenes hortícolas, he ahí que la alegría y la poesía me llevaron a inventar la huerta desperdigada: cuatro papas por ahí, tres colinabos por allí, una hilera de poros por allá, otra de rabanitos más allá, unas papas y betarragas abajo al fondo, otras papas y rábanos al pie de un árbol, y así sucesivamente. Todo entre y al mismo tiempo que algo de flores.
Bueno, no inventé nada. Más bien me libré del molde de huerta ordenada y especializada para reencontrarme dentro del arte de cultivar la naturaleza, su diversidad, sus amores y odios entre plantas, entre ellas e insectos y roedores.
Me libré asimismo del modelo dominante y apabullante del tiempo: primero planificar, segundo preparar, tercero proceder, plantar o sembrar… Las ganas de colocar urgentemente papitas ya bien germinadas o de trasplantar poros o lechugas me llevan recién a buscar un lugar, a producir suelo hortícola a base de la tierra existente, del compost natural que recojo en caminos, bosques y prados y del guano de caballo, a trazar caminos para el riego, a facilitar el acceso al sol… Me muevo de acuerdo a lo existente y a las oportunidades, no a base de planes. Y me regodeo. Más aún con mis primeros productos.
Esa cuestión del tiempo liberado de obligaciones y obsesiones es una de las grandes alegrías de este primer semestre. Mi recuperación intelectual le debe mucho. Entre mi situación de jubilado y la de eremita mis ritmos de vida adoptan otros compases, conforme a lo que sugiere el clima, a lo que exige mi cuerpo, a los cariños que traen las visitas, a los vuelos que emprende mi alma, a los llamados que me hacen flora y fauna, a los recuerdos que desean aflorar, a las pulsiones que a ratos buscan retornar.
He ahí que, como siempre filosofando a partir de lo cotidiano, comprendo por qué tanta gente reclama más tiempo libre y luego se siente igual de frustrada. El tiempo libre es el que tratamos de conseguir ante la carga del trabajo, de las responsabilidades familiares, etc. Se trata de un tiempo en que nosotros estemos libres, libres de hacer lo que queremos. Pero falta algo: para que el tiempo esté libre, falta que nosotros lo liberemos de la carga de nuestros temores y afanes múltiples.
Eso había percibido en cuanto al paso del tiempo largo, entre la vida y la muerte. No lamento ese paso del tiempo, me lo saboreo, aún con sus peculiaridades de la vejez, porque cuando yo desaparezca, el tiempo seguirá girando: no está atado a mí, está libre; si, en vez de querer retenerlo lo acompaño, estará a mi lado hasta que tenga que dejarme en el camino. Así, entre rabanitos y edades, descubro del tiempo sus libertades y aprendo a vivir con ellas.

Las Fayas de Valcivières, sábado 13 de junio del 2015

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